miércoles, 10 de marzo de 2010

Minirelato 4: Final alternativo 1

Inicio del minirelato

Final alternativo 1:

...Con un leve toque tembloroso Juan entreabrió un poco más la puerta del local. El humo, aunque escaso, se percibía en el aire y se podía observar como lentamente traspasaba el límite de la puerta. Juan y sus amigos tuvieron muchos pensamientos, todos en milésimas de segundos, pensamientos de muerte, pensamientos de tragedia, todos con un final nada prometedor. Supusieron lo peor para Gerardo, sin embargo en aquel instante eran solo eso, suposiciones.

Entraron. El humo copaba gran parte del local pero no había llamas. Eran tan solo humo. Un humo semejante a la quema de papeles y no de otra materia combustible.

- Es extraño –comentó Juan- no parece un incendio en sí.

- Tienes razón, tal vez sea un cortocircuito en algún lugar del depósito o bien algo que está comenzando a incendiarse –comentó Alfonso- miremos por todos lados, con cuidado.

Se dividieron y comenzaron a buscar el origen de aquel humo. Fue Juan quien lo encontró primero.

- ¡Gerardo!, ¡¿qué haces?! –exclamó sorprendido mientras veía como Gerardo quemaba papeles en una estufa hogar.

- ¡Puta madre!, ¡me has tomado de sorpresa, Juan!, ¡casi me matas del susto!

- Pues nos hemos preocupado, amigo. La puerta del local está abierta y todo este humo que lo invade. Además hemos llamado a tú mujer y nos ha dicho que tú habías salido hacia aquí. ¿Qué pasa Gerardo?, ¿qué son estos papeles y porqué los estás quemando?

El viejo Gerardo desencajó su rostro. No podía mentir, uno de sus amigos pedía explicaciones y él estaba rodeado de una evidencia a la cual no podía escaparle. Cerró la caja fuerte ya vacía y acomodó los pocos papeles que quedaban por quemar.

- Quemo un error, Juan, eso hago –dijo Gerardo.

- ¿Un error?, ¿a qué te refieres con eso?, sé claro, no te entiendo. –contestó Juan mientras llegaron a la habitación Alfonso y Pedro. Gerardo se sobresaltó al ver a sus tres amigos juntos. Una línea de vergüenza le recorrió el semblante.

- Un error, amigos. Eso es. Es una historia larga que necesita un fin y eso es lo que he venido a hacer esta mañana al local.

- No te entendemos Gerardo. Explícate por favor y ya deja de quemar que el humo nos terminará matando a todos.

Fue entonces que Gerardo terminó de echar de una sola vez todos los papeles que quedaban y cerró la puerta de la estufa hogar. Dentro, siendo presa de las llamas, los papeles se retorcían y dejaban de ser contenedores de secretos para simplemente ser algo inservible. Tan solo cenizas.

- Hace años, aún estando casado con mi mujer, tuve un affaire. Conocí a una mujer en un burdel. Era una bonita rubia de grandes senos que tenía una hermosa sonrisa. Sin que mi mujer lo supiera cada noche que la chica rubia bailaba en el burdel yo me aprestaba y me iba a verla bailar. Mientras mi esposa dormía yo salía a escondidas por el garaje y me escabullía hasta el burdel. Así fue durante varios meses, tantos meses como la rubia bailó allí.

- Te seguimos… –dijo Alfonso.

- Durante los meses que ella estuvo aquí en la ciudad no falté una noche. La conocí personalmente a la tercera semana de venir a verla bailar. Tomamos unas copas y nos contamos parte de nuestras vidas, de nuestros malestares individuales, y nuestros anhelos. Era una muchacha sencilla, pueblerina, con hermosas dotes femeninas, que tenía como ambición llegar a ser bailarina profesional algún día. Ese tipo de sueños que se tiene en los pueblos chicos. En esos días hicimos por primera vez el amor. Fue algo maravilloso, era fogosa, sexualmente increíble. Cada día que retornaba a mi casa atravesaba la puerta y sentía un terrible peso que pendía de mi cuello. Tal vez una gruesa soga en forma de horca era lo más propicio para dejar de sentir aquello. Mi culpabilidad era infinita. No podía mirar a los ojos a mi mujer. De a poco todo comenzó a envolverse de una tela pegajosa y densa que día tras día me alejó más y más de mi esposa.
No creas que soy un insensible, ni tampoco ustedes amigos, no, todo lo contrario. Nadie más que yo deseaba que aquello concluyera de una u otra manera pero no sabía encontrar el camino correcto. La chica rubia seguía abordándome y mi carne cedía, y poco a poco también lo comenzaron a hacer mis sentimientos. Era una verdadera tortura llegar a casa y acostarme al lado de mi esposa. Mis hijos me notaban distante, yo me notaba en otro sitio con respecto a ellos, casi semejante a mirarnos todos desde dos montañas enfrentadas y separadas por un extenso valle. Pero la vida tiene soluciones que nosotros no imaginamos. Un día al salir del hotel donde solíamos acostarnos y tener sexo con la chica rubia un ladrón nos encañonó e intentó robarnos. No nos resistimos, ella le dio sus alhajas y yo mi reloj y mi billetera; no obstante el ladrón no se conformó con ello y exigió más. Le explicamos que no había más, entonces disparó. Solo vi el humo que salía de la punta de su pistola y el pavor de su cara. Echó a correr por la calle donde la espesura de la noche lo tragó. La chica rubia tenía una mancha roja en su abdomen, la bala había entrado a la altura del hígado. Murió en pocos minutos, en mis brazos.

- ¿Y finalmente que pasó Gerardo? –preguntó Juan un tanto consternado por el relato.

- Llegó la policía, me tomaron declaraciones, y jamás pudieron dar con el asesino. Dentro de la milicia tenía varios amigos y ellos escondieron mi nombre y participación en aquel hecho para no hacer sufrir a mi esposa. Yo estaba destrozado. Con el paso de los años el recuerdo de la chica rubia fue desvaneciéndose pero de vez en cuando vuelve como una vieja estrella que no puede dejar de visitar el cielo con su luz. Entonces me angustio y siento gran culpa por no poder haber reaccionado aquel día –dijo Gerardo sollozando.

- Entiendo toda esta historia, tú culpa, tú congoja, ¿pero porqué quemas papeles en un día laboral, en tú negocio, y con la puerta abierta? –preguntó Alfonso.

- La puerta, como dije, la olvidé abierta. Los papeles no son simples papeles. Son cartas. Cartas de amor que la chica rubia me escribía al salir de su trabajo y las depositaba en una estafeta postal de los suburbios. Como dos chiquilines nos escribíamos a escondidas del mundo, degustando el sabor de lo prohibido. Mi esposa jamás supo de esas cartas y hoy, que he soñado con la chica rubia, decidí quemarlas. Sentí que debí darle un verdadero fin. Las tenía aquí, en la caja fuerte, y las releía cada vez que la recordaba. Pero ya está, ya tuvo su fin.

Los tres amigos de Gerardo se miraron consternados y abrazaron uno por uno a su querido amigo. El humo paulatinamente se disipó dejando paso a los rayos del sol que entraban por las vidrieras. Se despidieron con un abrazo y Gerardo, tras enjugar sus lágrimas, dio vueltas el cartel de “abierto” y retomó su rutina diaria. Un pálido y viejo sol iluminaba la calle, y el mundo… el mundo seguía girando.

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