Asesinamos a Krys cuando dormía. Fuimos los cinco de siempre, los mismos que nos criamos en las callejuelas del barrio y reíamos los domingos a la hora de la siesta cuando el titiritero llegaba con sus viejos títeres a hacernos reír. Después del asesinato sentí vergüenza de mí mismo y un frío gélido me recorrió las sienes. Había matado a Krys, en un día lluvioso, mientras ella misma intentaba por sus propios medios de alejarse de este mundo. ¿Quién era yo, o quiénes éramos nosotros, para semejante barbarie? Antes suponía que éramos amigos. Krys, ellos, yo, pero no tengo amigos asesinos, ni tampoco una amiga asesinada, por eso pienso que todo lo que anoche aconteció fue solo una pesadilla, de esas que de tan vívidas tú pareces encarnar a la perfección uno de sus personajes más oscuros.
El teléfono sonó a media mañana cuando aún dormía empapado en sudor. Buscando al tanteo di con el aparato y escuché la fría voz de la mujer del hospital. Perdone señor, la señorita Krys acaba de fallecer, siento mucho despertarlo con esta triste noticia. Entonces colgué. Mantenía mi cara apoyada en la almohada, y la habitación olía a lavanda, tal como solía gustarle a Krys cada vez que venía a visitarme y quedarse a dormir. Tuve recuerdos de un asesinato, el de cinco amigos ingresando a una sala de terapia intensiva de un hospital y desconectar la máquina que hacía posible el milagro de mantener la vida. Y de repente todo a mí alrededor parecía un pozo oscuro, con sus paredes húmedas, donde la vida no asomaba y dejaba todo el lugar accesible para que la nada se apoderara de él. Tal vez Krys estaba en aquel pozo, tal vez ella podía acercarse a mí con su manera tan peculiar de hacerme sentir único, y apoyados en las paredes frías haríamos el amor como solíamos hacerlo sin que nadie lo supiera, sin que nadie pensara que ella y yo solo éramos otra cosa más que amigos, esos amigos de toda la vida, los amigos de los domingos de títeres, los amigos de los hombros siempre disponibles.
Al llegar al hospital la atmósfera se podía cortar con un cuchillo. Los rostros de los otros cuatro asesinos se veían blancuzcos y deprimidos, tal como los recordaba del sueño. La culpa, lo innombrable, lo imposible, todo eso seguramente volvía sus caras con esa tonalidad de pecado. Lo sentimos mucho, me dijeron. Uno por uno pasó a abrazarme mientras yo observaba a Krys detrás del vidrio dormir ese sueño tranquilo y eterno que tanto buscaba y del que tanto me hablaba por las noches. Yo sabía que algún día la asesinaría y que la muerte no se enojaría conmigo, al contrario, me entendería y tendría piedad de mi amiga. Finalmente pasó, Krys ahora dormía y ya no sufría. Venció a la enfermedad. Destruyó el dolor.
Los cuatros asesinos se fueron de a uno, y yo, el quinto, me quedé a solas en la sala de espera. Detrás de mí una ventana comunicaba con el mundo, ese mundo que habitábamos a diario y que ignoraba cómo hay almas que se esfuman por las noches. Llovía torrencialmente, tanto que era casi imperceptible ver más allá de la distancia de un brazo. Me apegué al vidrio y contemplé el diluvio. Entonces amainó, y en frente una mujer, con un paraguas rojo, se mantenía parada, inmóvil, bajo la lluvia. El color de la sangre, pensé. La observé por unos instantes y diría que a simple vista parecía Krys, pero eso era imposible, ella aún dormía sobre la camilla helada. La mujer cruza la calle y se para en medio de ésta, cierra el paraguas y lo tira al suelo. Finalmente vuelve sobre sus pasos y se pierde detrás del aguacero incesante que una vez más se desata. Corro a la calle, observo el paraguas, lo tomo, me huele a Krys, entonces lloro.
Descuelgo el teléfono después de escucharlo sonar un par de veces. Abro los ojos al mundo y escucho la voz de la enfermera del hospital. Señor, su amiga acaba de fallecer. Me visto rápidamente con lo que encuentro, abro el placar para tomar el abrigo y tras hacerlo caen trastos, entre ellos, un paraguas rojo.
Palabra: Paraguas
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