martes, 19 de mayo de 2009

Una mañana fría


-¡Hum!, un rico café- pensé en voz alta.
Era precisamente lo que necesitaba.
Las mañanas de diciembre eran muy frías en Lugo.

Me encontraba paseando por sus magníficas calles cuando una corriente de aire frío cruzó todo mi cuerpo, sentí la necesidad de resguardarme.
Entré en una vieja taberna y pedí un café muy caliente.

Me senté en el final de la barra y un viejo camarero, posiblemente el dueño, me lo sirvió.
Rodeé la taza con mis manos para intentar entrar en calor, degusté su peculiar aroma y bebí mi delicioso manjar.
Adoro el café de taberna, sabe diferente.

Me hallaba sumido en una vorágine de pensamientos cuando dos hombres vestidos con largas gabardinas grises y bufandas de lana negras atadas a sus cuellos, entraron en la cafetería.
Se sentaron en la mesa más alejada de la entrada y pidieron sendos cafés.

Me miraban constantemente, cosa que me puso un poco nervioso.
Decidí terminar mi parada y continuar con mi viaje.
Pagué mi café y me dirigí a la entrada.

Sentí como los hombres de gabardina clavaban su mirada en mi espalda.
Me volví despacio y los disparé.
Dos disparos perfectos en el entrecejo.
Estaban muertos.
También maté al camarero y a un cliente que trataba de huir.

Había tenido que matar a cuatro personas más por tomar una simple taza de café, pero no podía dejar huella y ellos me habían reconocido.

Salí de la cafetería y caminé por las frías calles de Lugo dispuesto a desaparecer.


Pilar Bermúdez Gil

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