El invierno está a punto de acabar y se pasea por las calles anunciando su última visita. El frío se cuela por la ventana de aquella habitación rodeada de una completa y silenciosa calma. Las cortinas blancas se ondulan al compás del viento. Si te asomas por al ventana, curioso espectador, lograrás ver aquella cama revuelta, donde él dormía con una pequeña sonrisa en su rostro y el corazón revuelto de tanto amor.
Si sientes un fuerte olor a café, es ella. Que lo vierte sobre dos grandes tazas, mientras tararea una canción.
Al despertarse, la vio atándose sus rebeldes rizos con una coleta, con su cuerpo a contraluz. La sorprende por detrás y la abraza con fuerza, haciendo que caigan ambos sobre la cama. Riéndose de todo: de ellos mismos, de la vida, de aquella mañana soñada, y de sus corazones entrelazados por un amor que no deja de refulgir en su mirada enamorada. Y al verlos pareciera que tu te sientes inundado por una frescura y paz repentina, tan hermosa como aquella única mañana de domingo.
Desayunan de muy tarde, y después seguro mirarán algún álbum que congele sus instantes en fotografías, recordando todo el camino que han recorrido juntos, y se querrán un poquito más.
Charlarán y se reirán, sin nada que le importe en esos momentos, solo ellos dos. Pedirán helado y jugarán con el, como niños pequeños. Sin olvidar nunca las risas ni aquellos besos que susurran un te amo una y otra vez.
Porque se aman, como locos, aquellos vagos, somnolientos y delirantes de amor.
Por todos los amaneceres (y noches) de domingo, y por cada uno de esos momentos en los que se aman con el corazón.
Mañanas congeladas, olor a café y un amor tan inmenso que pareciera que es demasiado sólo para aquellos dos mortales. Pero lo que no sabes, querido espectador, es que sus corazones son tan, tan grandes, que no dejarán que rebose ni una gota.
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