lunes, 20 de abril de 2009

Todo por un sueño

Supongo que a todos los que estamos aquí nos pasa lo mismo: tenemos unas ganas locas de escribir. El ansia de devorar el blanco de la hoja, impregnándola del vómito de ideas que fluyen vertiginosamente por nuestro interior. Al menos yo lo siento así, sin más. Y supongo también que debe ser por eso mismo por lo que debo confesarme.

Ocurrió desde pequeño. Era un mal alumno. Prefería estar sentado, escribiendo lo que imaginaba que hacía en un momento cualquiera y en un lugar cualquiera. Escribía mientras los profesores daban la clase al resto de alumnos, escondiéndome yo bajo un manto que, pensaba, me resguardaba del resto de mis compañeros. Fatal ilusión concebida, ya que, aparte del castigo que me imputaban, la época de colegial era en la que aún golpeaban en las puntas de los dedos con una regla de madera. Me hacían daño, mucho daño; pero sólo expulsaba lágrimas endebles y rabiosas. No consiguieron desviarme de mi sueño.

En mi adolescencia, mi padre llegó a darme una paliza porque pensaba que era homosexual. ¿Su teoría? Pasaba más horas encerrado en mi habitación escribiendo en libretas y hojas sueltas, en todo lo que tuviera a mano para poder plasmar mi imaginación. Hasta que descubrió que guardaba un diario bajo la almohada y leyó una de las historias “increíbles” –porque eran pura invención -, en la que un chico de mi edad era asiduo a visitar prostíbulos secretos y un buen día descubrió que el sexo no sólo se hacía con las chicas. Mi padre no quiso entender que era obra de mi imaginación. Tampoco me dio tiempo a explicárselo. Poco más tarde, tenía tanta sangre en el interior de mi boca que desistí a intentar pronunciar palabra alguna.

A mi madre tampoco es que le agradara mi vocación soñada. Sufría un grave problema de crisis nerviosa, añadida a una reciente depresión gracias a la vida de ensueño que le truncó mi padre. Las crisis le brotaban cuando estábamos solos los dos en casa. Mi padre llegaría más tarde, borracho como una cuba. Al principio, ella me hacía entender que de escribir no se puede comer. Yo asentía molesto, aunque le daba la razón. Pero su voz aumentaba con cada comentario que me decía, hasta que se convertía en un griterío agónico que desencadenaba a golpes en la cara y tirones de pelo. Ahí decidí dos cosas: primera que no volvería a sacar el tema delante de ella; y segunda que me raparía la cabeza para no tener que soportar los tirones de sus garras de dragón hambriento. No volvió nunca más a tirarme del pelo, pero mi cara se transformaba en un mapa reiteradamente.

Y mi hermano pequeño no era el más adecuado para charlar sobre el tema, ya que, gracias a los comentarios de mi padre y a los ataques de mi madre, él se reía de mí por lo que hacía y conseguía a cambio.

Así que decidí continuar con mi sueño, pese a que tuviera que hacer lo que hice.

Lo siento mucho, pero no me apeno ni culpo por lo ocurrido, aunque ahora esté encerrado en esta cárcel, y me queden veinte años de condena, continuaré escribiendo a mis anchas sin que me moleste nadie.

¿Quién sabe? Quizá un día escriba lo que ocurrió aquella madrugada, con todo tipo de detalles…


Jérôme d'Anjou



Texto más votado sobre la palabra "Escribir"

No hay comentarios:

Publicar un comentario